Oct 28, 2009

paréntesis


Hoy no puedo escribir un poema. Me consume desearte así, sin llegar. Quiero tocarte (reposar tu sien en mi regazo, dar caricia errante a tu cabeza, mientras miras atento una película, concentrado en la trama te olvidas de mí, yo fijo la vista en tu cabello negro, cada segundo se multiplica y se esfuma, me comentas cualquier cosa, yo tal vez te respondiera, tal vez no, pero tú no estarías con nosotros; con tu cabello y yo).
Te saludo -intento- con naturalidad. Me saludas fríamente, breve. No dices nada, me voy. Te dejo trabajar. Me consume desearte así, sin llegar.

Oct 24, 2009

look


Francamente no me interesa lo que piensen los hombres de mí. En su mayoría sucumben ante la imagen comercial de la mujer. Van por la calle de la mano de una y mirarán a otra(s) ponderando las posibilidades de tenerla(s) (también). Me parecen una masa autómata y cobarde que se ha tomado demasiado en serio la sustracción de su antiguo papel: si no es el proveedor, ¿quién es? En su crisis de género, se han beneficiado de ser excusados de toda responsabilidad para con su pareja o la sociedad. Ser caradura hoy no es para extrañar a nadie.

No podría decir qué proyecta mi aspecto, nunca lo he podido decir. No fui una niña particularmente bonita o particularmente fea, ni una adolescente demasiado extraordinaria ni demasiado ordinaria. Mis ojos, nariz, boca, no son de ninguna forma particular. Mis pómulos no son prominentes ni hundidos, mis cejas no son arqueadas ni rectas. Mis dientes no son perfectos ni imperfectos, mis orejas no son grandes ni pequeñas. Mi mirada no es vacía, pero tampoco es expresiva.

El espejo: artefacto de misterio. La realidad reflejada, duplicada. La dimensión eliminada pero presente. La realidad replicada una y mil veces, la eliminación del ahora, el ahora adentro del mismo tiempo, la inexistencia de la existencia. El yo afuera del yo, el yo en el otro. Frente al espejo, uno se torna el observador del observador. El observado es el yo. Con tanto dilema existencial uno no puede juzgar si le ha quedado bien el maquillaje (que raramente uso).

Acostumbro entonces lo necesario, lo cómodo, lo fácil. Ensayar cualquier look me parece absurdo y -algo- ridículo, ¿qué pueden decir unos pantalones de una persona?, ¿un modelo de anteojos, más que sufre de miopía o astigmatismo? Me reúso a pensar que el cabello largo o corto revela algo de un corazón, que tacones o sandalias dicen algo de la seguridad personal, que un color cálido o frío hablan del estado de ánimo. No creo que nada de ésto diga nada. Cuando era adolescente declaraba con seriedad: no podemos juzgarnos entre sí por algo que no elegimos. La apariencia, fenotipo del genotipo, es nuestra carta de presentación al mundo y es algo sobre lo que no tenemos ningún control. El estilo de arreglo personal así o asá es ya demasiada presunción. De lo que se es, no hay nada qué decir.

Oct 23, 2009

¿Café, té?


Tomar café es un enunciado de decisión y temperamento intenso y profundo. El sujeto que toma café no se preocupa si dormirá o no, si se le irritará el estómago, o si se le "alterarán los nervios". El café es una bebida fuerte por definición, para cortar una mañana aburrida o para atizar una conversación tímida y madurarla en intensa. El timorato no pide café, ni el cobarde. Tomar café solo -lo tome con azúcar, con leche o como sea- es un acto de auto-afirmación y seguridad, por el placer de la sensación del que lo toma, y por el íntimo momento que apadrina la taza humeante y el sorbo. Puede mirar por la ventana, al centro de un concurrido lugar lleno de conversaciones, y sin hablar con nadie, acompañarse sólo de pensamientos y café, y un ocasional cigarrillo que combina muy bien (dicen; veo).

Tomar té (del negro hablo) es un enunciado de paciencia y estrategia, premeditación y calma. El que toma té se preocupa por darse un momento de descanso y rendirse ante el aroma de esta infusión tan antigua como el primer tazón. Es una bebida fuerte que no hereda secuelas al que lo toma (excepto en organismos muy sensibles). Bien preparado, puede ser tan fuerte de consistencia como un café, pero siempre será más ligero al gusto. Puede inaugurar una desamparada y joven mañana, haciéndola acogedora, o dar vida a una tarde larga (el té de las 5). El indulgente, el autocomplaciente pide té. Tomar té -con azúcar y leche mejor- es un acto de reflexión, obediencia y costumbre. Aunque se esté solo, puede salvarse con un libro -nunca con un cigarrillo- y, si la historia es buena, el té sabe mejor.

En una mañana clara y fresca, la camarera toma nota con avidez y eficiencia. Hay árboles grandes en la calle y su sombra cobija las aceras. ¿Café, té? Café, le respondo, por favor. ¿Y cómo quiere tomar su café?, ¿con leche y azúcar? Si, por favor, con leche y azúcar. ¿Y quiere un hombre para disfrutar su café? Me parece muy bien, de ser posible. ¿Y cómo quiere su hombre para hoy?, ¿inteligente, sensible, simpático?, ¿prefiere de tipo introvertido y profundo? Me mira fijamente con pluma y libretilla en mano. Pienso un momento. Ella espera paciente. Si, por favor, señorita, un hombre sensible, simpático e inteligente... y profundo también. Muy bien, apunta eficazmente, enseguida. Se marcha con paso ágil por el pasillo. ¡Señorita!, le digo al último momento. ¿Sí?, gira y me mira. Y por favor, ¡que sea un hombre sin complejos!

códigos perdidos

Cuando era pequeña toda mi vida giraba alrededor de los sentimientos. Una niña muy sensible y angustiosa, todo parecía causarme tristeza o preocupación, y sentía la vida como un estar parado en el romper de las olas fuertes, donde debes cuidarte de que no te revuelquen, ni la resaca te lleve hacia el inmenso mar. Siempre vulnerable al dolor. Del universo de sentimientos que vivía, los números no estaban ausentes y tenían un papel definido en mis días.

De frente a mi cuaderno de matemáticas, con la cuadrícula "grande", escribía las cifras que dictaban las maestras o los libros, y en cada símbolo numérico había un sentimiento asociado que sentir. Era un código de números y sentimientos que apenas puedo recordar. Relataré lo que recuerdo:

El 1, egoísta y solo, con bajo poder, mil - algo, sin mucha fuerza. Un palito soso.
El 2, generoso y amistoso, dos amantes, dos amigos, dos. Ausencia de soledad.
El 3, impar e indivisible, la tabla del 3 una tortura, el tres con sus dos gajos y tres palitos arrogantes.
El 4, el número perfecto, el número de la suerte, el número de la familia, el 4 siempre era un sentimiento de seguridad.
El 5, molestando a los demás, un número irritante, pero fácil de multiplicar, extraño.
El 6, cómo me gustaba el 6. Con su pancita. Era fácil de dividir, entre 2 ó entre 3, y fácil de recordar, pero a su lado...
El 7, número insoportable y débil, molesto y enfermizo, un número difícil para todo.
El 8, un número amigable y generoso, gordito, paternal, dos bolitas juntas, fácil. Ocho por ocho (6 y 4, dos números buenos), obvio y sencillo.
El 9, terrible número imperfecto, casi el 10, pero sin serlo por 1 (¡peor!), la tabla más temida, un número que hay que evitar a toda costa.
El 10, número viejo, completo y feliz, fácil de sumar y multiplicar, y con dos dígitos, definitivamente ya estaba por encima de los inmaduros números primos.

Recuerdo que esas personalidades llegaban hasta el 20, pero no recuerdo con detalle las personalidades del 11 al 20. Por algún motivo, los números pares me resultaban agradables y los impares desagradables. Había otras cosas, pero eso es lo poco que recuerdo. Recuerdo también que al escribir cifras, por ejemplo 574, los números cinco, siete y cuatro interactuaban entre sí con sus diferentes personalidades, y mi percepción de cada cifra era tan definida, que podía decir si estaban "felices" al estar juntos, o qué resultado había de su convivencia. Así, en la más ligera cantidad escrita, las combinaciones de números me causaban sensaciones, me contaban historias, me llevaban por una montaña de sentimientos ocultos en el papel. Pero ese código de relaciones lo he olvidado, lo he perdido.