Aug 28, 2010

ayer sucederá ya


¡qué curioso invento, el pasado!
selección de "posibilidades"
el archivo de lo otrora no llegado
ahora fijo, inamovible, ya grabado

¡qué curioso leerme de hace un año!
encontrarme pensando en ese hombre
ponderando su recuerdo aquel presente
con el plan de buscarlo y encontrarle

¡qué curioso el invento del futuro!
el presente, el ahora misterioso
ignorado por completo en el pasado
aguardando un evento inesperado

¡qué curioso leerme en el presente!
de aquel hombre no queda nota alguna
y este otro es el tema más candente
dando voces de buena fortuna

qué curioso temer por el futuro
econtrando en el pasado referencias
amargas, dolorosas experiencias
arbitraria receta de conjuro

¿qué tendrá escondido lo que viene?
¿qué será pasado en el futuro?
¿qué vendrá mañana de presente?
¿servirá de algo lo que auguro?

Aug 26, 2010

máscara


Vertiginosamente caigo en esta vida nueva a la luz de tu compañía. ¿Quién soy yo, en tu presencia? No puedo ser la misma, silenciosa, reflexiva. Exploradora permanente del laberinto de la mente, melancólica, derrotada. Con mil excusas para denostarlo todo, hasta desear la muerte. Ya no.

Contigo, soy... (me observo). ¿Esa soy? ¿No es acaso una especie de actuación? Mi voz... no la reconozco. Evidentemente, esa otra que habla contigo no es precisamente ésta que habla sin voz. ¿Es posible siquiera no actuar del todo en tu presencia? Sigo cayendo vertiginosamente, hay muy poco tiempo para reaccionar y cancelar la función de una vez por todas. ¿Por qué me estoy colocando en este nivel intermedio de superficialidad durante nuestra interacción? Me pregunto si es posible no actuar del todo en cualquier relación. ¿Será posible ser el mismo estando solo o acompañado? No lo sé, será falta de costumbre, tal vez.

Al encuentro, nos abrazamos silenciosos. Pero ya es tarde, yo ya me he ido. Ahí está la otra, abrazándote, insegura. Tiene miedos, tantos, es terrible, se le cuelan por debajo de la puerta, filosos. Trato de animarla, le doy un pequeño empujón para que te siga abrazando. No puedo, me responde, tengo tanto miedo de no abrazarlo más, mejor lo dejo de abrazar ahora mismo (trata de dejarte ir suavemente). Deja de decir tonterías -trato de apoyarla-, pongámonos de acuerdo de una vez por todas, es mejor que yo mande, soy más segura. ¿Pero quién hablará con él?, me increpa, ¿ vas a exponerte aquí, en primer plano? Me parece demasiado riesgoso, le respondo, tal vez podamos seguir así un tiempo y poco a poco yo iré viendo si es seguro presentarme. Te advierto, me responde, que no podrás forzarte, y si sigues dejándome al frente, será más difícil que salgas algún día. Quizá no salgas jamás. ¿Por qué no me dejas mandar?, es más fácil, yo te representaré ante él, propone. ¿Y asumirme en franca falsedad y cobardía? No, pienso. Tarde o temprano tengo que manifestarme. ¿Pero cómo? La barrera del cuerpo me parece impenetrable. La voz sin voz y la voz de cuerdas nunca serán la misma, argumento.

La intensión no cuenta en este caso. Saldrá quién tenga que salir, es natural. No hay manera de forzar quién se aparece. El miedo puede restringirte, pero notarás que está presente, no puede pasar inadvertido. Haz llegado ya demasiado lejos. Ambas están ante tí y sabes bien quién habla cuando hablas.

Aug 25, 2010

sombra


Me sentía bien, no sé qué sucedió. Lavaba los platos y miré por la ventana, hacia abajo. Había dos perros iguales en la polvosa cancha de fut. Jugaban un poco y olisqueaban los rincones. No los había visto antes, se veían pequeños, me pregunté si serían cachorros. Se veían algo desconcertados, inestables, improvisados. Se echaron en medio del pasto, se enroscaron a poca distancia uno de otro. Me pregunté si habrían sido parte de una camada, o si los habrían abandonado ahí, si alguien les daría de comer, si se sentirían bien. Me hice estas preguntas específicamente, y no otras.

De pronto una oscuridad terrible me sombreó el corazón. Toda yo estuve sola y miserable, desprotegida de la vida, cansada de existir, agobiada por soportar la vida, aplastada por el peso de la experiencia constante a través de los sentidos. Tantos años, tantos. Tanto tiempo. Tantos pensamientos y vivencias. Mi cuerpo, mi mente, mi alma y mi corazón agotados, desgastados, descoloridos, inservibles... desperdiciados. Las antiguas motivaciones: ahora ausentes. Los deseos anteriores, dignos de persecución, ahora vanos y vacíos, blanquecinos recuerdos de algo que alguna vez pensé querer conseguir.

Un nudo me obstruyó la garganta. Permanecí quieta, con el semblante descompuesto, abstraída en un dolor profundo. Mi cerebró se resistió inmediatamente, tienes muchas cosas buenas, me dijo, esto, esto, esto y lo otro, piensa en eso. Pero la tristeza no escuchó razones ni obedeció motivos, lo cubrió todo como pintura gruesa que no transluce ni el mínimo rayo de luz. Entre náuseas, lloré.

Ahí estaba él. Notó lo que sucedía y me preguntó. No pude explicarle. ¿Qué se supone que debía decirle?, ¿vi unos perros por la ventana y ahora me siento fatal? Algo en mí me aconsejaba no dar explicaciones. Pensará que lloras porque se va, pensé. Pero no importaba si él pensaba eso o cualquier otra cosa. Porque esta tristeza era mucho más grande que la que sentía por no verlo más, ésta era dominante y absoluta, humana, no mundana. Era una tristeza del espíritu, no del fenómeno. Si él se quedara, y yo me sintiera consolada, sólo me mentiría, otro intento falso y vano de consolar lo inconsolable. Sólo atiné a decirle: a veces quisiera desaparecer.

Y aún entre sus brazos y con su compañía, supe bien que todo estaba perdido y que el tiempo pasado era irrecuperable, que la herida era mía, mi labor, sanarla, y mis intentos anteriores de hacer caso omiso de su profundidad se revelaban someros y tibios, ineficientes, quizá imposibles. ¿Qué haría con esa herida mientras el reloj siguiera corriendo? ¿Toda mi vida era una hipocresía? ¿Sufría por algo que me había mentido como ya superado? De nuevo, ante mi propia debilidad, me sentía fóbica. Nunca me ha sido fácil verme fallar, aunque no falle. Me agobió entonces el peso de la tristeza de ese momento, y el peso de saber que quizá tendría todavía el inóculo de la infelicidad absoluta, el peso de pensar que tendría que resolverlo, y el peso de saber que quizá sería irresolvible.

Aborrecía estas situaciones sin remedio. De nuevo mi pésima costumbre de modificarlo todo, de reúsar la incomodidad y lo que artificialmente consideraba no apropiado. ¿Por qué seguía resistiéndolo? Ya estaba claro que era inútil resistir la vida y sus matices. Y ésta de nuevo me golpeaba en la cara con lo más aborrecido, lo más doloroso. Como diciéndome, lo verás hasta que puedas verlo.