Jan 13, 2011

recuerdos I


Hace unos días viajaba por la carretera por muchas horas. Era un viaje que no estaba contenta de hacer, no era un viaje que buscaba. Me dispuse a viajar con calma y con cuidado, procurando que el disgusto por el viaje no se filtrara en mi inconsciente y me llevara a algún accidente.

Llovía con mucha fuerza. Los paisajes tropicales. La vegetación tan alta. Grandes árboles redondos. Todo estaba verde. La poca selva que quedaba recibía la lluvia. De pronto me rodeó con mucha precisión la sensación de cuando estuve en Panamá. En ese lugar hasta cierto punto tan simple, tan plano. Con una vegetación tan exuberante y lustrosa, en todos los rincones. La vida exacerbada por el agua, el calor y el sol. Todavía estaba viva en mí la sensación del lugar tan húmedo. Las noches eran húmedas, las mañanas eran húmedas. Salir del baño y no poder secarse nunca. El olor de la casa donde habitaba, de la cocina. Del aire tan cargado de humedad, a la orilla del Canal. El autobús que me llevaba a Gamboa, ruidoso y con asientos de cuero, anchos. Las mujeres negras de curvas vertiginosas y trenzas interminables. Fue vívida la sensación de estar ahí. Me sentía muy contenta, haciendo lo que me gustaba, casi a lo único que le encontraba un sentido. Y nadie me conocía.

Recordé entonces la sensación de libertad de ese momento. Me había desprendido de las responsabilidades que la autoridad de entonces me imponía. Me sentía independiente, liberada, feliz. Fuera del mundo que me asfixiaba. Fluía como anónima y desconocida. Mi labor era simple y nadie me obligaba a complejizarla. Todas las mañanas caminaba media hora al vivero donde aprendía los secretos de decenas de especies de la selva. Las semillas germinando. Las charolas al sol. La selva aledaña y sus cigarras interminables. Y en los mercados las piñas más dulces que he probado. El café todas las tardes. La guitarra. Las sábanas húmedas. La simpleza que sólo otorga la vida del trópico. El abandono de la civilización.

Recordé una noche en que me sentía libre y emocionada. Había una fiesta cercana, de chicos que no conocía. Me arreglé para la ocasión, me sentía festiva. Iba de falda corta y blusa de tirantes, con un collar de semillas rojas bien apretado al cuello. Limpia y desacomplejada. Hablé de nada con los chicos que no conocía. Sentía que flotaba, nada me comprometía. Recordé haber visto en la fiesta al chico que antes conociera y me había parecido atractivo. Simpático y sencillo. Me dijo dos palabras afuera del baño, sin sonrisa. Más tarde bailamos. Y así tranquilamente y sin esperar nada, le dije, y bien, ¿nos vamos? Fuimos a casa y nos bañamos juntos. Reímos mucho. Tuvimos sexo. Tenía un cuerpo curioso, el pene erecto le descansaba un poco de lado, me pareció divertido. Y a la mañana siguiente salí bien temprano al campo con los colegas del trabajo, y no lo vi más. No sentía ancla alguna.

Esto fue ya hace 4 años. Pero fue tan clara la sensación de ligereza. Y después volví a la vida llena de obligaciones, al clima frío y seco, y a las tareas. Y por algún motivo me convencí de que esa vida de hamacas y guaguas no era para mí. Mis capacidades eran mayores y mis responsabilidades también, claro. Y ahí dejé una parte de mí que era sólo una muchacha del trópico que trabaja en un vivero, va a una fiesta de vez en cuando, y respira el aire húmedo al compás de las cigarras.

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