Jan 18, 2011

fantasía


La verdad que nada de esto pasó pero de vez en cuando reclamo mi derecho a interrumpir la pasividad con una buena sacudida imaginaria. Para mí no hay diferencia: lo que imagino y lo que vivo me es completamente indistinguible. Nunca he podido despertarme de una pesadilla y he creído con franca ilusión las cosas más iverosímiles que han aparecido en mis sueños. Y cuando me siento algo seca, como ahora, me humedezco el alma escribiendo. Y así vivo lo que escribo. Hoy es una de esas noches.

Se trata irremediablemente de sexo. Y amor, un poco. Pero principalmente sexo. Lo segundo es mera felicidad por lo primero. Y es que no sé qué sucede conmigo que cuando necesito sentirme feliz pienso en sexo. Por un lado parecerá banal, pero por otro lado siento que me armoniza con mi sentido más fundamental, animal, y por lo tanto, natural. No tengo que pensar en nada, sólo ser. No hay nada más grato que lo natural. Pero ya estoy divagando. El caso es que esa noche fue una de las mejores que pasé con él.

Habíamos viajado por muchas horas a este lugar de playa que tanto nos gustaba. El hotelito estaba casi vacío y teníamos la cabaña más alejada de todas. Era redondita, como hongo, y tenía un baño de piedra con ventanas al mar. Con los días nos habíamos entregado a esa vida de sibaritas heliófilos y ahora estábamos completamente despeinados y bronceados. Por supuesto hacíamos el amor todos los días, pero quizá no habíamos estado concientes de ello hasta esa noche. Habíamos cenado al atardecer y entre copa y copa se nos había venido la noche encima. El mar rugía sincopado y charlábamos al abrigo de la tenue luz ámbar y brisa tibia. Nos conocíamos poco, la distancia lo hacía inevitable. Pero disfrutábamos lo poco que nos conocíamos, y lo poco que avanzábamos en conocernos cada ocasión. La música de son cubano había acompañado la velada.

No sé si fue mi imaginación pero sentí que me miraba de forma diferente esa noche. No podía ver claramente a dónde apuntaban sus pupilas negras entre las velas, pero sentí que lo descubría mirándome, callado, con su vaso en la mano y los hielos haciendo música. Algo estaría pensando que no me decía. Después miraba al mar y yo me convencía de que probablemente eran ideas mías. Por fin nos retiramos con la cálida despedida de los muchachos del restaurante. Estábamos relajados, habíamos tomado un buen rato. Nos encaminamos sin prisa por la vereda minúscula que serpenteaba entre palmas y farolillos hasta nuestra cabaña. El cielo era oscurísimo y las estrellas refulgían en la inmensa distancia. Yo caminaba al frente y él venía atrás. Íbamos charlando y riendo, algo sobre las iguanas y sus piyamas. Esporádicamente rozaba la hendidura de mi cintura con la punta de los dedos, con empujoncitos mínimos, como guiándome, y al entrar en la habitación me tocó suavemente el costado. Me sentí dispuesta.

Decidí darme un baño tibio y dejé la puerta abierta. Lo sentía moverse de un lado a otro en la habitación, ordenando sus cosas, buscando los libros, prendiendo luces. Me gustaba sentir su presencia haciendo cualquier cosa. El agua estaba fresca y muy suave, me enjaboné con los ojos cerrados. Salí del baño envuelta en la toalla y él ya estaba desnudo y listo para brincar en la regadera. Era muy alto y delgado, su cuerpo escurridizo viajaba siempre ligero. Mientras se bañaba me pasé el peine por el cabello, lentamente frente al espejo. Estaba marcado en mi cuerpo el traje de baño y contrastaba con el tono cálido del bronceado. Me puse el camisón de verano y abrí un libro tendida en la cama. Él canturreaba algo en la regadera. Lo escuché cerrar la llave y secarse, aún cantando.

Se acercó a mí y me mojó con sus rizos húmedos. Dejé el libro sobre mi pecho y lo tomé de la nuca, besándolo. Me besó de vuelta, ahí de pie al costado de la cama, recargado en mi cadera para no caerse. Se fue cantando al baño y seguí leyendo. Me gustaban sus besos de ron. Mi cuerpo reaccionó, húmedo, a su cercanía, pero no supe qué le apetecía con precisión. Quizá era un beso de buenas noches. Empecé a sentirme agotada. Me duermo, R, le dije, pero ya no escuché su respuesta.

No sé cuánto tiempo pasó o qué hizo, al despertarme estaba todo ya oscuro. Me despertaron sus dedos viajando por mi cadera, usmeando hacia las costillas. Su respiración era tranquila y muy cercana a mi oído. Yacía mi cuerpo de costado, con su pecho tibio a mi espalda. Respiré hondo y tomé su cuello con la mano, como tanto me gusta hacerlo. Quise besarlo y encontré su boca húmeda y pausada. Me acariciaba lentamente el costado, viajaba por todo mi cuerpo, se detenía donde le placía. Tomó mi mano con fuerza y la acercó a su sexo. Estaba tenso y solícito. Lo acaricié con gusto, largo rato, disfrutando su tensión. Giré para estar frente a frente, los dos descansábamos la cabeza en la almohada. Seguimos en la oscuridad, tranquilos, disfrutando, respirando, solicitando, otorgando. Mi cuerpo se humedecía gradualmente, a fuego lento. Me quitó el camisón y seguimos.

No sé cómo se daba cuenta que era el momento ideal para montarme. No lo hacía ni antes ni después de lo deseado, había quizá algo en mi respiración que se lo indicaba, o el olor de mi cuerpo, o mis caricias cada vez más profundas. Se encaramaba suavemente sobre mí, como si abordara un objeto precioso. Separaba mis piernas con delicadeza. Se tomaba de mis hombros y empujaba, cuidadoso. Era una sensación muy grata. Su garganta quedaba al alcance perfecto de mi lengua. Podía lamerlo y tirar de su cabello. Su espalda se extendía sobre mí como manto perfecto. Entraba en mí con cuidado y respiraba. Siempre le sentí muy contento, algo de él denotaba celebración en el instante. Se humedeció de mí y se columpió suavemente unos minutos. Pronto se incorporó en cuclillas y miré su torso levantarse en escuadra del mío, penetrándome. Acarició mi torso y me miró largo rato a los ojos. Sus pupilas brillaban entre los plateados cabellos.

Estuvimos así cierto lapso. Me incorporé con cuidado, tomándolo de la cadera y separándolo de mi cuerpo. Me puse de pie y lo tomé de la mano, caminé hasta el baño y me recargué en el lavabo. Me miraba expectante. Había una luz muy tenue de las jardineras de afuera, podía ver su silueta y ligeras facciones en su rostro. Se acomodó tomado de mis caderas y entró con fuerza. Empezaba a columpiarse con más dinamismo y me empujaba. Debía sostenerme con firmeza del lavabo. Podía mirarlo en el espejo, con el rostro hacia abajo, oliéndome, mirándome. Interrumpía de vez en cuando el ritmo y me hablaba. Sentía sus dedos prendados de mi piel, apretando. Preciosa, ¿estás bien?, me decía. Musitaba palabritas cariñosas en silencio. Y a mis gemidos respondía con tiernas afirmaciones de labios sellados. Mhm. Mhm. Mhm. Ah, ¡cómo me gustaba!

Salió lentamente de mí y me llamó, ven, dijo. Me dio la mano y regresamos a la cama. Se tendió boca arriba y me jaló del brazo, indicándome que lo montara. Así lo hice, acomodándome en él con facilidad. Estaba muy húmeda. Lo besé mientras me mecía lentamente. Tomado de mi trasero, arqueaba el cuello y resoplaba. Disfruté estar encima suyo, para mirarlo y besar su cuello, sus hermosos hombros, tomarme de su cabello y olerlo. Poco a poco fui acelerando el ritmo. Mecí la cadera con rapidez, él me ayudaba con la velocidad que prefería, yo encuclillé una pierna y me tomé de su nuca. Sigue, me indicaba, y me detenía con un no te muevas lánguido. Próxima a terminar, sentí la presencia tan agradable de su cuerpo, de la oscuridad, del mar rugiendo a la luna, de la sal, de la arena. Escuché sus pulmones vaciarse con los ruidos característicos que emitía al terminar. Me tomé con fuerza de su torso mientras se sacudía.

Al regresar del baño, ya dormía, quieto y plácido. Entré en las sábanas y lo abracé sin fuerza. Me acarició suavemente, amoroso. Dormimos sin sueños, muchas horas. Al despertar, el sol ya brillaba bien alto. Era un nuevo día.



No comments:

Post a Comment